Todos los días es 2 de enero
- ¿Quiere boñuelito? -decía estirándome la mano que apretaba la bolsa de papel engrasada.
- ¿Está caliente? -preguntaba a la par que sentía la necesidad de corregirlo. “Se dice buñuelo, abuelo”, pensaba en decirle, pero nunca lo hacía. Su pronunciación y su manera de articular las palabras era parte de su identidad. Eso y el diccionario de apodos y dichos que dejó como patrimonio familiar resonando por todas las paredes de la casa.
A veces, los “boñuelos” estaban calientes. Otras veces no. Yo siempre manoseaba su textura rugosa de queso frito antes de decidir si los comería o no. No hubo un desayuno de la eternidad de mi infancia que mi abuelo no me ofreciera buñuelos de la panadería de la esquina. Esa superficie color terracota y aceitosa también me recuerda a cuando acaricié su tez grasa, morena y lunareja, para darle un beso y repetirle una vez más que lo amaba.
Ese rostro y el pelo cano suavecito. Su voz diciendo “Tita”, su risa grave pero tan genuina. Sus historias. Siento su palma sobre mi cabeza y del tamaño de mi cabeza, todavía siento esa mano siempre más grande que la mía sosteniéndome cuando siento que me caigo.