Rico

Lauradesdibujada
3 min readJan 30, 2025

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No tiene palabras para expresar lo cansada que está de vivir. Lo piensa varias veces al día, pero no lo dice. ¿Cómo podría? Le rompería el corazón a toda la gente a su alrededor, que parecen tener tantas ganas de abrazarla hasta que no quede un solo gramo de aire en su cuerpo, “hasta que mi Dios lo permita”.

Por eso le encanta conversar con los muertos y reza en breves instantes intermitentes y susurrados. Conversa con el viejo todo el tiempo. Le pregunta mucho cómo está, si hace solecito y por supuesto, cuándo cree que podrá compartir su dicha con ella.

No puede contarle a su familia que está cansada de vivir porque no oye. Tal vez una cosa no tiene nada que ver con la otra, pero nunca la volverían a tomar en serio. ¿Qué sentido tendría cualquier cosa que diga, si solo puede percibir el cuarenta por ciento del mundo que la rodea? “Un treinta por el oído izquierdo y un diez por el oído derecho”, había dicho el médico.

Por eso le pide a su marido, todas las noches, que se acuerde de ella. Cuánto pesan tus primeros noventa y dos años abandonada de ti misma. Diez embarazos, veinte pares de zapatos, treinta platos servidos al día durante veinticinco años consecutivos, cuarenta fotos de bautizos distintos. Una paca de cincuenta pañales cada dos meses, para no mojar la cama cada vez que se va a dormir y sesenta y cinco años de la mano del viejo, que se la soltó hace dos años y que no ve la hora de agarrar de nuevo.

No es infeliz, de hecho, se pone contenta tres veces al día. Desde que el enfermo coma, tiene vida: ella tiene EPOC, diabetes tipo II y sobrevivió a la última pandemia mundial solamente para saborear el queso campesino sobre la arepa asada que sus hijas mayores le ponen delante de ella todas las mañanas. Solamente para lograr caminar a paso ralentizado hasta la estufa, abrir una olla y robar, con sigilosa maestría, un trozo del almidonado almuerzo del día.

Ese día, cuando estaba por ponerse de pie para ir a cepillar la caja de dientes, la vio en la mesa del comedor. Era muy vistosa: celeste, magenta, naranja y verde limón. Tan atractiva como un juguete, pues sobre su boquilla abierta, además, repiqueteaba el sonido chispeante de las burbujas de dióxido de carbono como una melodía tranquilizadora de ascensor.

Su nieta menor se paró de la silla por un motivo que -otra vez y para variar- no escuchó. Su ausencia fue la oportunidad para estirar su brazo, tanto como cuando lavaba las sábanas de la cama de sus padres sobre la pedregosa orilla del río del pueblo.

Alcanzó la lata y se la llevó a la boca por pocamente satisfactorios cinco segundos.

— Mamá, ¡¿qué estás haciendo?! — Exclamó su hija mayor cuando la vio pegada al filo de esa silenciosa navaja edulcorada, alertando a la otra nieta que la acompañaba en el extremo opuesto de la mesa.

— Abuela, no te puedes tomar ese energizante — dijo esta con paciencia, dejando su celular de lado para ir a recibirle la lata a un par de manos arrugadas y temblorosas — . Tiene mucho azúcar y volviste nada la mesa…

Sí, la hazaña le había costado un gran charco de líquido dorado bajo el frutero del centro de mesa, que le recordó a la primera vez que orinó el colchón cuando empezó esa época de no poder volver a conciliar el sueño sin un pañal puesto.

No era capaz de escuchar los regaños, así que deliberadamente los ignoró mientras observaba atentamente cómo su hija limpiaba la mesa, con una línea plana y simple dibujada en la boca.

A su regreso, su nieta más joven e inocente cómplice, se le acercó al oído tras un par de minutos de su ensimismada observación y le preguntó:

— Abuela, ¿te supo rico?

Ante lo cual no pudo más que asentir y seguir mirando cómo un trapo se llevaba su instante más intenso de felicidad.

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Written by Lauradesdibujada

Soy un cúmulo de historias mal contadas en rehabilitación. Antiguo blog: besosdesdibujados.blogspot.com

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