Quedarse
Otro ser amado que parte a la eternidad. Confieso que cuando mataron a Migue, antes de la pandemia, me dije para consolarme: es Miguel, no participaba en mis clases, nunca compartimos un poema significativo, una entrevista, una marcha juntos. Y sin embargo, hice del dolor de esa juventud no-futuro, de la que nada se espera, mi dolor y mi deseo por ser una mejor profe y mejor persona. Hoy le digo adiós a mi tío Orlando. Y la parte racional de mi cerebro me dice: vivía lejos, hablaban una vez al año, no te mimó cuando eras chiquita. Es extraño cómo a veces esa familia que no significa nada pasa a significarlo todo. No hablo de su muerte. Hablo de que me abrió las puertas de su casa cuando recién llegaba a Bogotá para trabajar en El Tiempo. No me debía nada, no le debía nada a mi madre, yo no representaba gran cosa en su vida familiar. Y aún así me recibió. Al igual que una segunda vez cuando mi roommate se cansó de vivir conmigo y me echó del apartamento que compartíamos. En esos seis meses de vida capitalina, busqué en él una paternidad condescendiente que nunca encontré, pero en cambio aprendí que la caridad se construye con acciones cotidianas tan sencillas como sacar la mano en cada semáforo aunque fuera para mostrar el dedo pulgar y hacer un gesto de saludo. Que tomar decisiones que no te agradan no significa que estés huyendo, porque pudo abandonarme si así lo hubiera decidido. Y en lugar de mandarme a comer mierda, prefirió dejarme recibirla por parte del resto del mundo y mostrarme la bondad que siempre vi en mi abuelo. Mi imaginación es tan vasta que en vez de imágenes puedo imaginarme su partida como un sonido: la voz de mi abuelo diciéndole “vámonos ya, mijo”, y él despidiéndose con un “adiós, Lala”, como me decía. Con el tono y los siseos de ambos, patenticos.
Esta pandemia es una putada. Se llevó a dos hombres nobles de mi vida en seis meses. Dos hombres que vieron mis fracasos de cerca y que hoy no pueden evidenciar que de nuevo me estoy poniendo de pie. Mi tío y su familia son un capítulo importante en mi cruzada de periodista, de mujer valiente, de adulta independiente y de perseguidora de sueños. Y esto no es porque la atestiguaron, es porque nunca se fueron. Una siempre puede elegir irse y quedarse. Rechazar lo que es, lo que ha sido o con quién se ha vinculado. Quizás el amor y la fortaleza de un vínculo son eso: quedarse.
Me quedé 13 meses en un lugar en el que no quería estar porque elegí enseñar más de lo que sabía. Hoy estoy asumiendo un proceso judicial porque decidí no callar sobre el dolor, el miedo y el abuso de poder; y me quedo aquí para plantarle la cara. Un día parecido a hoy elegí reportar otra historia que talvez me lleve al mismo fin, porque decidí ser periodista feminista.
Esta enumeración de situaciones para quedarse no tiene mucho sentido si no digo que en el fondo todo significa la misma cosa: que me quedé escribiendo. Siempre me quedo escribiendo. Coincidencia, premonición o una simple manera de tramitar mi dolor, las noches del 1 de enero y del 28 de junio, antes de que mi abuelo y mi tío murieran, yo escribí pensando en ambos.
Y creo que voy a seguir escribiendo. Y creo que voy a seguir fracasando. Y creo que voy a seguir haciendo periodismo. Creo que me voy a quedar porque eso hicieron los dos: estar presentes.