Lauradesdibujada
5 min readMay 3, 2021

Mío

¿Qué tienes en tu mente? Paredes. A Medellín. Un amasijo de pensamientos arremolinados. ¿Qué tienes en tu corazón? Al feminismo, a otras mujeres, a mí misma. ¿Qué tienes en tu estómago? Hambre. Todo el tiempo siento hambre. Y digna rabia. ¿Qué tienes en tus pies? Al periodismo que me permite caminar.

Recuerdo que llegué con una sed inmensa de probar mi valor. De probar que quería y podía ser periodista, de que era una escritora prodigiosa, de que podía compartir lo que sabía con otros sin el trauma que significa para muchos tener un jefe de redacción… o una jefa, sobre todo en un noticiero local sobre una ciudad conservadora y solapada. Recuerdo también que la promesa que me hicieron de compartir un camino hacia el cambio mientras se gozaban los intentos, me hizo flotar durante toda una semana. Tuve, por mucho tiempo, un sabor re dulcecito en la boca… como lamer los restos de leche condensada de una lata mal abierta. Siempre al borde la navaja. Incluso a veces recibiendo -o propinándome- un par de cortes, no importaba. Así se sentía la verdadera felicidad. Pasar 12 horas al día sin hambre, sin frío, con dolor en la espalda y en los hombros y en las rodillas, acostumbrando a la mente a pisar un acelerador que se parece que se fusionó con los propios pilares de la memoria. No importaba, no importó nunca: todos los días averigüé algo nuevo, conocí a una persona diferente, escribí, conté, pregunté, pensé. Y me pagaban por hacerlo. Me pagaban lo de siempre, pero esta vez, vibraba. No recuerdo haber imaginado nunca tantas cosas en mi vida, salvo talvez, cuando escribía fanfictions en el colegio… sacaba soluciones del bolsillo, recorría todos los pasillos de los laberintos en segundos, mis dedos pronto aprendieron a no dudar ante el tecleo del teléfono. Y sin embargo, siempre me encontré muchas puertas cerradas. Y detrás de cada una, un papelito adhesivo con la mejor idea de mi universo. Alguien, casi siempre un hombre, despegaba el papelito y abría la puerta por mí. Al otro lado siempre hallaba una conversación extensa, que siempre me impidió ir a hacer ejercicio, llegar a tiempo a terapia, cumplir las citas con el man que me gustaba, lavar los platos antes de que mi mamá llegara 10 veces más reventada que yo a casa; pero una conversación que nunca me negué a tener, aunque me hiciera sentir estúpida, lenta, diminuta… estaba ávida, era mi momento de escuchar y absorber. Y absorbí mucha belleza, de eso no hay duda. Aprendí sobre el valor que se requiere para ser una mujer periodista, para quejarse, para soltar los hombros y la panza y conversar. Aprendí a enfrentarme al reflejo de otra mujer, secarle las lágrimas, acomodarle la capul y abrazarla. Aprendí a tener paciencia y a desocupar las estanterías de mi cabeza para llenar otras bibliotecas. Aprendí a susurrar a diversos oídos y confié en soltar carcajadas, gritos y llantos inconsolables porque creí que jamás sería ridiculizada. Con el tiempo notaron mi marca, mi talento y esa actitud que tengo ante la vida de buscar siempre evitar las hostilidades. Me colgaron entonces un costal en el cuello al que cada día le echaban una pieza de Lego distinta. Y otra. Y otra nueva. Y otra más. En ese momento no sabía el tamaño que tenía cada ficha. Tenía una venda en los ojos, pero escuchaba, pero tocaba. Y me sentía agradecida porque en pocos meses me convertí en la periodista esponja regordeta que siempre había querido ser, que siempre había querido mostrarle al mundo. Hasta que un día me tropecé y me doblé el tobillo, y en días como hoy elijo creer que el costal me hizo tropezar. Entonces tuve que parar y me tiré en mi cama y leí un libro para pasar el tiempo. Un libro que fue como una batería que me dio más ganas de averiguar, de conocer, de escribir, de contar, de preguntar, de pensar, de vibrar, de decidir, de caminar, de llamar y de pegar tantos papelitos adhesivos que las puertas terminaran derrumbándose por el peso de mis ideas. De reportar lo que me “saliera del coño”, de mirar a la cara a cualquier mujer y decirle “quiero ser tu amiga”, de creer en mi propia noción de periodismo y evangelizar el mundo de los periodistas, de coleccionar amantes anónimos y seguir riendo, sobre todo, seguir llorando hasta que las cosas fueran bien. Entonces me quité la venda, me puse unas gafas violetas y le metí un gol a uno de tantos arqueros y equipos mediocres como los que todos conocemos bien en el fútbol profesional colombiano. Y mucha gente me aplaudió, y mi equipo de mujeres me alzó en hombros y el otro equipo se fue a la B. Y mi director técnico me dio palmaditas en la espalda que cada vez se hacían más lentas y pegajosas. Entonces descubrí que no eran manos, eran ventosas.

Yo quise seguir anotando goles, pero pronto los tentáculos me apartaron del arco.

Cuando todo empezó a oscurecerse, recordé que era una mujer, gorda, feminista y tan extremadamente sensible que cuando alguien le alza la voz siente que se le desprende el corazón como cuando un niño de tres años se asusta con un ladrido de un pastor alemán. Me descolgaron todos los espejos de las paredes y mis dedos volvieron a temblar al marcar números de teléfono. Y tantos gritos se volvieron expresiones tímidas. Y cada lucha se volvió una galleta de soda triturada por una mano torpe y velluda. Y cada papelito adhesivo, una burla, una risotada.

De repente me quedé sin libros en mi biblioteca, porque alguien de pura ociosidad se había dedicado a arrancar cada página. Y en lugar de llevar libros a los trueques literarios terminé por llevar un par de fanzines fotocopiados a doble cara. Sin embargo, siempre hubo muchos brazos extendidos que los recibieron con gusto. Y mujeres muy talentosas que me vieron con las espinillas raspadas y me regalaron gasas y agua oxigenada.

Y creí que aunque todo se había transformado, yo podría seguir siendo imparable. Que el aliento volvería a ser ventisca. Hasta que me cansé de pegar papelitos adhesivos a la puerta y empecé a pegarle patadas. La puerta se abrió y me pegaron un papirotazo en la frente. Me dijeron que dejara la bulla, que no dejaba dormir.

Yo soy la que no deja dormir. No un país vuelto brasas, no las mentiras repetidas una y otra vez en bocas propias y ajenas, no el hambre que sale a perifonear todas las tardes vendiendo aguacates por la calle de tu cuadra, no la juventud calva que ya se arrancó todo el pelo de la desesperación. Yo. Yo soy el desgaste.

Yo que ahora estoy con las manos estiradas porque creo que sigo sosteniendo mis libros, mi voz, mis historias, mis decisiones, mis gritos… mis goles. Pero en realidad no sostengo nada. Todo flota, como si fueran víctimas de Pennywise. Y me gustaría encontrar a alguien que me alzara, un lugar donde me pusieran un arnés o me recogiera una grúa, y me pudiera concentrar en agarrar todo lo bello que alguna vez logré y recordar que es mío.

Pero claro, ¿quién va a darle trabajo a una feminista?

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Written by Lauradesdibujada

Soy un cúmulo de historias mal contadas en rehabilitación. Antiguo blog: besosdesdibujados.blogspot.com

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