(En) presente
Escucho tu entusiasmo, tu manera de pronunciar las palabras. Leo en el braile de tu rostro las historias de tus lunares reteñidos por el sol. En mis yemas, palpo la grasita que te permitió fluir en tus años de madurez. Entreveo en medio de tus arrugas el corazón vagabundo que recuerdas. Oh, tu vasta memoria que creo que no me esfuerzo lo suficiente en documentar. Mi fortuna más grande ha sido tu existencia. Tu aliento, tu fe en mí. Tu voz sibilante entre el acento paisa y la dentadura postiza. Tu silenciosa resistencia y la presencia de Dios asomada tras tu endeble humanidad. No quiero hablar, solo quiero escucharte. Pero mi mente va a todos lados y me imagino el día en que seré yo quien te contaré todas las historias. Miro los cuadros de las estaciones y subes el volumen del tango en el equipo de sonido. Me asusto un poco, me asusto tanto, me callo y dejo de escribirte por un año. Me pongo muy triste, me pongo tan triste, dejo de pensar en ti. Si hay una carta de por medio, no puedo recordarla, no puedo rescatarla porque estoy a millones de kilómetros del registro escrito de los años que, en secreto, también me gustaría olvidar. Creo que quiero hablar contigo todo el tiempo, pero no logro quedarme siempre. Así como mis manos nunca han podido abarcar todo el diámetro de tu gran cintura. También dejo atrás tu sombrero. “Ante la debilidad, la resistencia. Ante la precariedad, la caridad”, escribo. Lo valoro, aunque no lo aplico casi nunca y me siento una mala persona por desconfiar. Pero sé que no crees que sea una mala persona. No tengo el corazón tan grande como el tuyo, pero me llena de plenitud saber que una parte de ti vive en mí. Este soplo de vida se está convirtiendo en ventisca. ¿En dónde vamos? Esa historia resulta no ser la correcta para mí, pero en dos años llegará la historia correcta. Todas tus historias parecen correctas y hechas a tu medida, a la medida de nuestra familia. Me pierdo. Y como decía, eso me pone triste, me pone tan triste. Pero creo que, en segundo plano, sigues apostando por mi vida. Rezo mucho sin poder salir de la desesperación. La vida se me cae a pedazos rasgados por mí misma. Dejo de verte en los brazos que me abrazan. Intento escribirte y dejo la carta por la mitad. Pierdo esa media carta en el celular que tengo que devolver, en el chat que se borra. ¿Te pierdo a ti? No te perderé jamás. Salgo del hospital y mi mamá viene. Me pregunta si me llamaste por teléfono. Nos reímos, lloramos. No te perderemos jamás. Escribo. Escribo como nunca, escribo diferente. Tengo uno de los trabajos importantes que pronosticas para mí. Vuelvo a valorar mi vida. Escribo. Escribo. Llega un nuevo año y con él, de nuevo, puedo honrarte con una otra carta. Quiero contarte que mis sueños empiezan a cumplirse, tus pronósticos empiezan a cumplirse, los milagros se materializan. Es como si me alzaras, como cuando cargas a Samuel y simplemente, flotamos sobre el suelo. Llego tan lejos que es tiempo de atravesar las fronteras del país. Sé que me extrañas. Imagínate que la abuela se acuerda de mi apartamento de La Floresta, tú también te acordarías. Te abrazaría tan fuerte como la abrazo a ella. Le digo muchas veces que la amo, te digo muchas veces que te amo. Vengo a vivir a Nueva York. Vengo a escribir, a seguir escribiendo, mi relación con la escritura se transforma. Voy a contarte una novela que leerás en muy poco tiempo, estoy segura. Vivo. No toda la vida hay que contarla, entonces te cuento lo importante: hoy tienes cuatro biznietos.
Pero en esta tarde calientita, en la sala luminosa y con olor a sopa de pastas de fondo, elijo no contar nada más y escucharte. Grabarte en mi memoria y la de mi celular, que ojalá que, como mi amor por ti, nunca se evapore. No puedo terminar el Padrenuestro.
Te extraño mucho, te extraño tanto, que decidí escribir esta carta en presente porque todavía estás aquí.